Basada en hechos reales, la película alterna dos líneas temporales: la actual, donde una nieta ayuda a su abuelo en la exhumación de una fosa común y reconstruye la memoria familiar, y la del pasado, centrada en Antoni Benaiges, un joven maestro barcelonés destinado a un pequeño pueblo de Burgos en 1934. Allí, su entusiasmo y su método pedagógico —que hacía imprimir a los niños sus propios cuadernos y los animaba a soñar más allá de las montañas— despertaron en la clase una curiosidad y una pasión nuevas, un impulso que, precisamente por su fuerza transformadora, acabaría convirtiéndolo en objetivo de la represión franquista.

El maestro que prometió el mar trenza una historia íntima con una reflexión más amplia sobre la memoria. La película, de atmósfera cuidada y con un diseño sonoro que envuelve, evita el trazo grueso: nos debería recordar que la represión franquista no puede explicarse como una reacción “natural” a un supuesto caos previo. Al seguir las huellas de ese maestro desaparecido, el film revela cómo la desinformación y el silencio levantados después de la guerra moldearon durante décadas una versión cómoda para algunos y dolorosa para otros. Esa capa de olvido —o de relato tergiversado— es la que hoy sigue alimentando equívocos sobre “violencias equivalentes”. Debería invitarnos a contrastar los hechos antes de dar por buenas las viejas excusas, y deja clara una idea: solo reconociendo las heridas reales, sin justificar lo injustificable, podremos evitar repetir el espiral de miedo y respuestas desproporcionadas que desató aquel 18 de julio.

El mar, que Benaiges prometió mostrar a sus alumnos, se convierte al final en un símbolo elocuente: representa una promesa rota, truncada por un hecho histórico que no solo privó a esos niños de su primer encuentro con la inmensidad, sino que segó de raíz un proyecto mucho más amplio y profundo, cuyo verdadero alcance no lleguemos a conocer.